El tsunami llegó y Atlas desapareció

Esta mañana volví a encontrarme con aquel ciego, acompañado por su precioso Golden Retriever negro. Me lo encuentro cada mañana, a la misma hora, caminando por la misma acera, con el mismo semblante. Él me hace darme cuenta de la rutina humana. Aquella que sufro a pesar de mi inmortalidad.

Lo peor de ser inmortal es que la rutina parece mucho más eterna, es lo más eterno que tiene la vida cuando uno la está viviendo. Siempre está ahí. Los mismos lugares, la misma gente, las mismas horas y fechas que transcurren malgastando esa vida que fluye como sangre hasta las sienes. Los seres humanos se estresan porque saben que no trabajan para vivir, sino todo lo contrario. Los escucho a veces en mi cabeza, quisieran ser libres para poder hacer lo que les diera la gana. Sin embargo, lo que daría yo por estar muerto.

Aunque ironías de esta vida, ya lo estoy.

Me gusta disfrazarme de persona con los típicos problemas. Hago como que me preocupa llegar a final de mes, que me aburre mi trabajo y cuando salgo finjo beber tranquilamente una cerveza en un bar, un sábado por la noche. Hablo con chicos de mi edad física y me parecen estar a años luz de lo que yo viví, no puedo ponerme ya en su lugar. Hablo con las chicas y mujeres de edades diferentes, todas tienen algo que contar, todas distintas. Todas, se fijan en mí.

Nunca tuve atractivo, era un chico normal, demasiado preocupado por mis estudios y por hacer siempre lo correcto. Hablar con las chicas nunca fue mi fuerte. Ahora, vienen a mí. Me dejo llevar, me dejo seducir, pero sé que no se acercan por mí. Si no por el ser que soy. Este maldito embrujo y hechizo que conlleva la inmortalidad.

Soy un vampiro y me alimento de energía. Quiero morir, pero no hay estacas de madera ni crucifijos que valgan. He visto pasar el siglo XXI y veo como el hombre lo está destruyendo todo. Quiero terminar con mi existencia antes de que La Tierra implosione y me arrastre con todos los humanos. Y aún así, a veces tengo miedo de que un nuevo «Big Bang» no sea más que el broche final a este supuesto milagro de la naturaleza. No me alimento de sangre, no sé lo que soy, soy inmortal y me autodenomino «vampiro empático» pues lo que realmente me alimenta es la energía que se desprende en el planeta, en especial los seres humanos.

Energía de llantos, energía de lágrimas, sentimientos de impotencia, sentimientos de pasión, mi dieta se basa en emociones ajenas. Y debo alimentarme de sentimientos externos, pues yo no los tengo. Los perdí, los perdí cuando me transformé en esto. Soy como un móvil, un ordenador, soy un artilugio más, me recargo sin necesidad de engancharme a la pared, sin ningún cable.

Siempre fui un niño muy empático, demasiado. Si veía a alguien llorar, lloraba con él, si veía a alguién enfadado, me enfadaba con él. Si veía reír, reía. Esta última situación era algo incómoda…

La gente sonríe constantemente, a veces incluso como acto reflejo y cuando escuchaba risas, un impulso incontrolable me hacía unirme a ellos en la carcajada. Con esto, lo único que conseguía era tener todas las miradas inquisitorias que preguntaban ¿de qué coño te ríes tú si no estás en la conversación? Era extraño cada vez que me pasaba eso, yo reía con la gente desconocida y ellos me excluían. Con la risa siempre era la recarga más incómoda…Llorar se puede hacer la mayoría de las veces en silencio.

Una vez iba en el autobus cuando vi a una chica que miraba por el cristal, por su mejilla avanzaban lágrimas descontroladas como si fuera una carrera desesperada, lágrimas silenciosas. Buscaba un pañuelo en su bolso sin tener éxito y no quería girar la cabeza para ocultar su desaliento, pero yo le entregué un «kleenex» y cuando la chica me dio las gracias, su tristeza se convirtió en sorpresa al ver que yo también lloraba. No nos preguntamos nada, pero eso también fue extraño. No obstante, siempre prefiero la tristeza a la risa, mucho más calmada en la mayoría de los casos. La gente no suele montar escándalo público cuando lloran, pero sí cuando ríen.

La ira, la ira es otra historia, es una de las recargas de energía más potentes. Es efectiva, eficiente y dispara mi batería hasta el último resquicio. Pero como se suele decir en estos casos, la ira es peligrosa y contagiosa. Te otorga tanto poder que podría decirse que es sobrehumana. Las ráfagas indomables de agresividad y de romperlo todo son impresionantes.

También es curioso, si alguien está sufriendo un ataque de ira y yo me uno, no me dicen nada. Me contagian y yo insulto con ellos, rompo cosas con ellos. Golpeo señales y contenedores y me miran de soslayo con una risilla por debajo de la nariz y sé que piensan que yo lo apruebo y que es por eso por lo que me he unido. Lo que no saben, es que sin una pizca de ira, yo moriría…

Y en esta época que aparentemente todos los mercados económicos están reventando y explotando, arrastrando el bienestar de las familias cual tsunami, padezco tantas emociones y tantos sentimientos, que a veces siento como si mi alma no pudiera soportar ni un ápice de indignación más. Esto de ser un «Vampiro empático» no me ha permitido ni poder leer tranquilamente todos los nefastos titulares diarios con los que bombardean a la gente de a pie. Creo que estoy por encima y no me doy cuenta de que voy a explotar en cualquier momento, porque no puedo ser «Atlas» y llevar todo el peso del mundo.

Muchas veces no sé si rendirme y absorber todo lo de mi alrededor o seguir dejándome arrastrar por todas estas alteraciones en el ánimo de aquellos con los que me cruzo a diario.

Motor de 300 coches y 3000 estrellas

Había sido un camino largo, lleno de baches y obstáculos. La carretera le daba tregua para no aferrarse tanto al volante y podía contemplar por unos segundos efímeros el paisaje que parecía eterno. Sonreía, mientras ese pequeño momento surgía. Pero de nuevo, un frenazo, y otro, y otro. Una curva a la derecha y otra torpe a la izquierda, sin poder alcanzar los pedales, ni manejar con habilidad el coche.

Podía observar a través del cristal, un destino incierto, se había chocado contra un muro. Sin poder corregir la dirección y ahora, con el viento soplándole en la nuca y el sudor en la frente, veía como iba directa a un precipicio. Podía mover el volante, podía pisar el freno. Podía elegir, tenía alternativas para salir de aquel sitio. Sin embargo, allí estaba el vacío: su destino baldío. Un precipicio a ninguna parte, después de haber recorrido un largo y dificultoso camino, donde la esperanza siempre fue el motor y la perseverancia, su copiloto.

En un momento todo se hizo trizas. Fin de trayecto. Las maletas disparadas, escupiendo sueños. El volante rozando el cielo. El capó abollado y las ruedas pinchadas. Y todo reventó, todo saltó por los aires. Y solo había fuego y cenizas, y un intenso olor a decepción…

Y su recuerdo sobrevivió, y todos los amaneceres, recobraba su forma humana, cuando tenía un cuerpo con el que poder construir unas metas. Cuando soñaba con un viaje largo e intenso y ningún destino. Cuando la juventud colmaba sus mejillas de pasiones indomables e inconsciencia desbocada. Cuando la cabeza aún no era guiada por la razón y el corazón era su mejor guía de viaje. Cuando todo parecía alcanzable y lo inalcanzable podía rozarse con la ilusión. Porque toda imprudencia al volante, en aquel coche inexistente podía hacerse realidad, porque la gasolina salía barata, porque los viajes no se medían en kilómetros, se contabilizaba en recuerdos y experiencias. Aumentando el espíritu aventurero, aquel que la hacía obstinada y cabezota, aquel espíritu que siempre la había impulsado a seguir luchando, hacia rutas desconocidas y poco certeras. Donde podía perderse y volver a encontrarse. Donde siempre, el trayecto, había sido todo un regalo y todo porque parecía rozarlo, con manos infantiles. Y ojos almendrados y soñadores, que la hacían parecer ingenua. Y si embargo, nunca decidió aparcar su lucha, ni siquiera frenar cuando sabía que era todo un acto kamikaze. Porque el riesgo era alentador, y entonces, sin darse cuenta, aceleraba. Y la velocidad, la traicionaba hábilmente, alejándola de la meta.

Y al saltar por aquel precipicio, se dio cuenta, que jamás posaría sus manos de la misma forma en el volante…y supo que toda esa energía agotada, si hubiera sido recogida, habría sido motor de trescientos coches y tres mil estrellas.